En materia de fiscalidad internacional el otoño de 2021 será recordado por el acuerdo de 136 países y jurisdicciones que, abarcando más del 90% del PIB mundial, han decidido refundar los principios que rigen la tributación internacional de beneficios.
El origen del problema
Érase una vez las empresas más grandes del mundo, el archifamoso acrónimo GAFAM (Google, Apple, Facebook, Amazon y Microsoft). Multinacionales presentes en la vida de todos nosotros, que ostentan récords históricos tanto en términos de capitalización bursátil (jamás vimos empresas de tal tamaño e implantación) como de beneficios anuales (jamás ninguna empresa amasó tanto dinero, más aún con el teletrabajo y el consumo y ocio de sofá impulsado por la pandemia). Podríamos reflexionar durante días sobre los problemas de privacidad o de abuso de posición dominante asociados a estas empresas (se van acumulando expedientes e investigaciones al respecto), pero hoy hablamos de impuestos, es decir, del bolsillo de todos.
Forzando los límites y lagunas de la ley, esta ya omnipresente industria digital localiza fácilmente sus beneficios en territorios de muy baja tributación, facturando sus servicios intangibles desde ‘paraísos fiscales’ (el uso del término tiene detrás un apasionante debate) y dando así la espalda a las arcas públicas de los países donde de facto están sus clientes y donde venden sus servicios. ¿Legal? Digamos que tan ‘legal e injusto’ como en su día lo fue el no-voto femenino o el trabajo infantil; la disociación entre legalidad y ética hace siglos que llegó para quedarse. ¿Distorsionador de la libre competencia? Por supuesto, las empresas tradicionales (brick and mortar) recelan de la ventaja tributaria de la que gozan estos gigantes digitales, cada vez más transversales y por ende competidoras de las primeras. Así lo considera también la Unión Europea y EEUU, que han mostrado una inquietud creciente ante tal concentración de poder y dinero ligada a una contribución impositiva tan paupérrima. Respecto a la necesidad de dinero público de la agotada sociedad pandémica, es de suponer que podamos darla por confirmada.
Multilateralismo o caos
Lograr este acuerdo histórico ha sido todo lo contrario a un camino de rosas. La búsqueda de una solución pactada y global llevaba años sobre la mesa del G-20, de la OCDE y de la UE (el proyecto BEPS y sus 15 recomendaciones son la mejor muestra de ello), sin que ninguno de estos foros lograra el deseado consenso, torpedeado por los países donde tienen sus sedes los gigantes digitales (principalmente Irlanda, Holanda y Luxemburgo, obviamente encantadísimos con su rol de hubs de los beneficios del GAFAM) así como bloqueado durante la aislacionista presidencia de Donald Trump (2017-2021). Nerviosos por la creciente sangría fiscal de sus arcas (todos, empresas y particulares, consumimos más servicios digitales que ayer y menos que mañana) varios países iniciaron una perniciosa competición fiscal a la baja para atraer al capital (la llamada ‘race to the bottom’) al tiempo que otros crearon unilateralmente sus propios impuestos a los servicios digitales (España y Francia entre ellos), fragmentando mercados y complicando así la seguridad jurídica del panorama fiscal internacional. Sirvió como medida de presión para lograr el consenso, sin duda, y por eso los países que crearon estos ‘Google tax’ nacionales han prometido retirarlos una vez el nuevo acuerdo global entre en vigor. La dicotomía era muy clara: o multilateralismo o caos. Es lo que tienen los retos globales y debería servir de aviso para navegantes ante el desafío mayúsculo de este siglo: la transición a una economía verde y sostenible.
Los detalles del acuerdo
Los fundamentos de este nuevo marco global de fiscalidad internacional se basan en dos pilares: el sistema de reparto de beneficios y el establecimiento de una imposición mínima.
Pilar 1: Define el denominado beneficio residual de las empresas (el que queda después de que el país donde esté la sede se haya quedado con el impuesto correspondiente al 10 % de la rentabilidad) y establece que el 25% de este beneficio se reparta entre los países donde realmente operan las compañías. Este primer pilar se aplicará a grandes empresas (no solo digitales) con una facturación mundial superior a 20.000 millones de euros y una rentabilidad superior al 10 %, y el reparto de beneficios se haría entre los países donde cada compañía tiene ingresos superiores a un millón de euros (250.000 euros en pequeños estados). La estimación de la OCDE es que el Pilar 1 afectará a un centenar de grandes multinacionales que deberán redistribuir unos 125.000 millones de dólares de beneficios cada año.
Pilar 2: Establece un impuesto de sociedades mínimo del 15% para las compañías que tengan una facturación de al menos 750 millones de euros. La estimación de la OCDE es que esta nueva tasa mínima generará ingresos fiscales adicionales de unos 150.000 millones de dólares en todo el mundo. A ello habría que sumarle, en palabras del mismo organismo, beneficios adicionales en términos de menor litigiosidad «por la estabilización del sistema fiscal internacional y por el aumento de la seguridad fiscal».
El camino por recorrer: precaución y ambición
En la vapuleada sociedad postpandémica, consciente de su dependencia del paraguas del estado del bienestar y de los retos y sacrificios que conllevará la transición a una economía sostenible, este nuevo acuerdo debe ser celebrado como una indudable buena noticia.
Voces muy autorizadas nos advierten, sin embargo, del riesgo de lanzar las campanas al vuelo. La implementación efectiva de este nuevo acuerdo requerirá tiempo y consensos técnicos que no se prevén plenamente resueltos hasta 2023. Otras voces, como la del combativo nobel Thomas Piketty, tachan el acuerdo de poco ambicioso y dicen que se ha perdido una oportunidad de oro para ir más allá. Quizá sea así, pero de lo que nadie duda es de que se trata de un paso muy importante en la dirección adecuada, la de la justicia fiscal, del mismo modo que en su día se dieron los primeros pasos en materia de derechos laborales que aún hoy siguen desarrollándose. Cuando eso se produzca, volveremos a este blog para contarlo.
Daniel Vaccaro
Profesor titular del área de Fiscalidad de IGEMA